Por Marc Espín*
“Y la economía internacional… ¿funciona bien?”, me pregunta una amiga bióloga. “Sí, funciona de maravilla —le contesto—…, pero solo para unos pocos.” En este artículo pretendo explicar, de forma un poco más elaborada, cómo se ha diseñado la organización de la economía mundial y por qué beneficia solo a unos pocos, la minoría privilegiada, mientras deja en la cuneta a miles de millones de personas.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, con Europa devastada y con el objetivo de evitar que se repitieran la escalada de devaluaciones y la oleada proteccionista que había colapsado el comercio internacional, los 44 países reunidos en Bretton Woods decidieron refundar el capitalismo. Para hacerlo, crearon dos Organizaciones Económicas Internacionales (OEI), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM; originalmente, BIRD), y el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (1947), que derivó en 1995 en la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Tras decretar Nixon el fin del acuerdo Bretton Woods y adoptar el tipo de cambio flotante en 1971, dio comienzo una etapa de desregulación que potenció un incremento sin precedentes de los intercambios comerciales y financieros favorecidos por la revolución del transporte y de las tecnologías de la información y la comunicación. La aceleración del proceso fue tal que, desde finales de los 80, el comercio internacional de mercancías ha aumentado el doble que el PIB mundial[1] y los flujos globales de capital se han multiplicado por cinco.[2] Es lo que el economista Dani Rodrik explica como el paso del capitalismo 2.0, de corte keynesiano, al capitalismo 3.0, de corte neoliberal, en el que los mercados relevantes ya no son nacionales, sino globales.[3]
Este nuevo escenario económico, conocido como globalización, ha tenido efectos desiguales en las personas y en los países. Ha permitido crecer más a muchas economías nacionales, ha aumentado el nivel de vida de millones de personas y ha permitido un acceso universal al conocimiento. Pero al mismo tiempo ha provocado y provoca graves daños al medioambiente, corrupción, miseria y una desigualdad económica insostenible —el 1% más rico tendrá en 2016 más que el 99% restante—[4], no solo desde el punto de vista humanitario, sino insostenible también para la supervivencia del propio sistema capitalista, como señala Thomas Piketty en su reciente y polémico libro, El capital en el siglo XXI.[5]
La globalización ha superado a los Estados e, incluso, a las principales OEI —FMI, BM, OMC…—, que, no solo son en gran medida responsables de sus grandes defectos de funcionamiento, sino que no consiguen resolverlos. Esto ocurre, como señala Stiglitz,[6] entre otros economistas, por la miopía ideológica de los actores con más influencia en la organización de la economía mundial. Sus ideas, adscritas a la corriente neoliberal, propugnan la autorregulación del mercado y rechazan la intervención política, salvo cuando se trata de socializar las pérdidas, como se ha demostrado en los mil millonarios rescates bancarios llevados a cabo tras la crisis de 2008.
Otras cuestiones que ponen a prueba el papel de las OEI como instituciones reguladoras de la economía mundial son: el ascenso de las potencias emergentes, que exigen ser escuchadas en los antidemocráticos procedimientos de toma de decisiones; el imparable avance de los acuerdos regionales, que dejan obsoletas a las OEI multilaterales; y el creciente poder de las transnacionales, que se benefician con total impunidad de los paraísos fiscales y de la explotación laboral.
Las principales OEI han ido perdiendo ese halo divino y son cada vez más cuestionadas. Stiglitz, Rodrik, Nieto Solís[7] y otros tantos economistas critican que el FMI aplique idénticas recetas neoliberales a todos los países, independientemente de sus particularidades. Las políticas del FMI y de su mentor, el Tesoro de Estados Unidos, están detrás, por ejemplo, de la crisis financiera asiática del 97 y de la crisis rusa del 98, y, muchas veces, son más beneficiosas para las transnacionales que para los países a los que supuestamente pretenden ayudar.[8] Críticas similares se vierten sobre el BM, que, además, como señala el profesor Franquet Bernis, parte de una paradoja incomprensible: “Funciona como un banco comercial y tiene como objetivo prioritario el acabar con la pobreza en el mundo”.[9]
La OMC ha sido uno de los principales motores de la globalización y, por tanto, responsable de sus beneficios y de sus perjuicios. A diferencia del FMI o el BM, donde EEUU tiene derecho de veto, la toma de decisiones en la OMC es por consenso. Esto lleva a la organización a dárselas de democrática, pero en la práctica el consenso favorece a las grandes potencias, a veces, a costa de los países pequeños a los que se persuade fácilmente, como apunta el profesor de Derecho internacional, Xavier Fernández Pons.[10]
Es destacable también la desatención que reciben los derechos de los trabajadores por parte de la OMC. La cuestión laboral, que se trató en la Conferencia Ministerial de Singapur (1996), se saldó con el rechazo a “la utilización de las normas del trabajo con fines proteccionistas” y el compromiso de no cuestionar “en absoluto la ventaja comparativa de los países, en particular de los países en desarrollo de bajos salarios”.[11] La OMC se desentiende así de la protección de los derechos laborales, dejando esta competencia en manos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), cuyo poder es mucho más limitado, entre otras cosas, porque no tiene potestad para sancionar.
Como hemos visto, las principales OEI encargadas de la organización económica internacional se enfrentan a la pérdida de legitimidad, principalmente, por dos cuestiones: la falta de democracia interna y externa y el pensamiento monolítico que guía sus políticas. Sin embargo, no hay, como se suele decir, una desorganización económica. Es innegable la existencia de un entramado de tratados multilaterales y regionales, OEI y otros actores, como las grandes potencias y las transnacionales, que configuran un determinado orden económico mundial. El asunto no es si hay o no hay un orden mundial, sino a quién beneficia. Y la respuesta es que, contrariamente a lo que se nos explica, este sistema favorece una desigual distribución de la riqueza que está haciendo más ricos a los ricos y más pobres a los pobres.
Hay infinidad de propuestas para reformar una organización económica internacional que se ha demostrado obsoleta. Las soluciones no son sencillas, aunque, como propone Rodrik, se puede empezar por poner coto de una vez por todas a la globalización neoliberal, sin despreciar sus logros, pero limitando el alcance de los mercados y recuperando la centralidad de la gobernanza nacional. Y esta gobernanza debe perseguir unos objetivos sociales más amplios, como la protección de los derechos laborales y del medioambiente, siempre de acuerdo con el interés público manifestado democráticamente, [12] considerando, como dijo Churchill, que la democracia es el menos malo de los sistemas.
Es necesario, en definitiva, un nuevo Bretton Woods, una refundación ética y democrática del capitalismo y de sus instituciones globales y estatales para poder decir que la economía mundial funciona de maravilla para todos. Puede que la idea suene revolucionaria o utópica, pero no debe serlo tanto cuando es compartida por conservadores ortodoxos como el ex presidente francés, Nicolas Sarcozy, que la formuló sobre las cenizas aún calientes de Lehman Brothers. De aquel ataque de lucidez, todo hay que decirlo, nada se ha vuelto a saber.
*Marc Espín (Barcelona, 1979) es periodista. Se graduó en 2014 con mención en Periodismo Político y Económico y con Premio Extraordinario de fin de carrera. Ha trabajado en El Periódico de Catalunya. Actualmente cursa el master de Internacionalización: aspectos económicos, empresariales y jurídico-políticos (UB) y trabaja como técnico superior de apoyo a la investigación en el Grupo de Investigación en Estructura y Políticas de Comunicación Daniel Jones (UAB).